miércoles, 15 de mayo de 2013

Las cosas en Alemania ya son distintas.

¡Sono partita! Salí de Bologna, en 10 días logré reencontrarme con mi pasado y cerrar un largo capítulo de 8 años, que es casi un capítulo de 28 años, pero también podría ser sólo un capítulo de un año. En fin, la rueda de la fortuna giró una vez más, logré cerrar algunas ventanitas que me causaban daño y ahora estoy acá, sentada escribiendo en el asiento de un aeropuerto desconocido, con una lengua totalmente extraña. Sentada acá, por primera vez sola en el mundo pero tan acompañada. Acá sólo para pasar la noche.
La cosa es así: después de pasar los últimos 11 días en Bologna (Italia), más preisamente en la localidad de Pianoro (donde viven parientes, amigos y algún viejo amor adolescente), esta noche, 15 de mayo de 2013, me dispuse a tomar el avión hacia Alemania.
Obviamente en mi primer viaje totalmente sola y en país de lengua desconocida tenía que mandarme una macana desde el comienzo para hacer el viaje más entretenido, ahorrar hasta el último centavo y tener una entera noche para poder escribir. La cosa es así: la nena quería ir a Alemania desde Bologna, más precisamente a Leipzig y ¿qué hace? Saca el pasaje más barato que encuentra volando con Ryanair. Pero este vuelo no la dejaba cerca de dicha ciudad, sino en Frankfurt, casi en la otra punta del país. Y, para colmo, en un aeropuerto más pequeño ubicado en el medio de la nada, a 1 hora y 40 minutos de distancia de la ciudad  y a las 23 hs. Sólo cuando ya había adquirido mi pasaje me di cuenta del tremendo error y busqué mil soluciones por Internet, pedí consejo a los couchers de Frankfurt (un par poco confiables se ofrecieron a pasar la noche conmigo) y finalmente encontré una solución, pero es aquí que empieza mi Odisea.

Salí de Bologna en un avión pequeño y, para acrecentar mi angustia por haberme separado de mis queridos tíos, que no sé cuando volveré a ver, me ubican en el primer asiento y justo al lado de la puerta delantera, bien pegadita, ¡sí! ¡sí! Tan cerca que mochila, sweater y campera tengo que ubicarlos en el portaequipajes, porque delante de mí no hay nada. Como si esto ya no bastara para crearme cierta ansiedad, escucho decir al aeromozo que no nos sentemos de la fila 3 a la 8 porque esa parte del avión se sacude un poco. ¿Se imaginan mi cara de pánico? ¡Tremenda!

Partió el avión y me preparé para lo peor. Mientras miraba por la ventanilla, en el despegue podía observar las luces de Bologna de noche alejarse y, a su vez, me despedía del mundo por si se avecinaba un desastre. Cuando comprendí que no había ningún peligro, logré entretenerme viendo una alta azafata rubia de pelo largo y labios finos (bien alemana) que actuaba de manera bastante bizarra y humorista, en comparación con las azafatas con cara de bagres que por lo general me han tocado en Iberia (salvo excepciones claro). La verdad es que no cerré un ojo, me mantuve tensa mirando el trabajo de Francesco (el aeromozo) y la blonda, que intentaban vendernos bebidas y snacks (¡carísimos!), así como también rifas y raspaditas.
El vuelo fue más corto de lo previsto y, cuando me quise acordar, estaba volando sobre barrios cuyas farolas formaban casi dibujos de flores, a estas se alternaban altas hileras de luces rojas, de las tantas industrias alemanas. Bajamos y hacía frío, logré comprar mi boleto de micro en inglés con acento italiano (¿qué me pasó?) y fui a la parada del micro, donde descubrí algunas cosas, no sé si serán características de toda Alemania o de este aeropuerto en general: por un lado, las valijas en el micro las cargas solo y nadie controla después si te llevas tu bolso o el de otro, además la fila para subir era un amontonamiento de personas empujándose sin darle ningún tipo de prioridad a quien había llegado antes, ni a personas mayores ni a las mujeres (como suele suceder en Argentina).
Tan pronto como logré cargar mi pesada mochila tuve que bajarla porque el micro estaba lleno. Así que me senté sobre mi equipaje a esperar el siguiente, abrí mi paraguas bajo la llovizna y, cuando me quise acordar, estaba nuevamente luchando para cargar mi equipaje en otro micro (fui la última), pero logré no quedarme afuera, esta vez a fuerza de codazos y gracias a la milagrosa ayuda de una “paisana” latinoamericana que, intuyendo que las dos estábamos solas y hablábamos la misma lengua, me dijo “no te preocupes, yo te guardo un lugar”. ¡Una genia! Me salvó de quedar nuevamente varada. Para esto ya eran casi las 00.30 hs e iba a tener que esperar quizás hasta mucho más tarde.
El vehículo en movimiento comenzó a deslizarse por la carretera, la noche flotaba afuera y me recordaba que estaba sola y que me dirigía hacia un futuro nuevo, algo incierto, algo que necesitaba hacer desde hacía mucho tiempo.
Llegué así al segundo aeropuerto de la noche, el lugar donde decidí pernoctar. Y acá estoy, como algunos otros, sentada en este aeropuerto iluminado y con ruidos de la ventilación, esperando como los demás que pase la noche, que se haga de día. Son apenas las 2.50 a.m. en la ciudad de Frankfurt, todavía me quedan poco más de tres horas para seguir con esta travesía.


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